Entrevista a Alfredo Marcos

José Manuel Carrizo entrevista a Alfredo Marcos para / 25 de agosto de 2013 / CIENCIA, ENTREVISTAS, PENSAMIENTO. Os transcribimos la entrevista a continuación

Alfredo Marcos (León, 1961) es catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Valladolid. Se doctoró en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Dentro de la filosofía, se ha ocupado de muchos temas: desde la filosofía general de la ciencia hasta los estudios aristotélicos y postmodernidad, pasando por la filosofía de la biología, la bioética, la ética ambiental y la filosofía de la información y comunicación de la ciencia. Ha publicado más de una docena de libros y muchísimos artículos en revistas nacionales e internacionales. Entre sus libros están, Hacia una Filosofía de la Ciencia amplia (Madrid, 2000), Ética ambiental (Valladolid, 2001), Filosofía de la Ciencia. Nuevas dimensiones (México, 2010). Entre sus numerosos artículos, ‘Especie biológica y deliberación ética’ (Revista Latinoamericana de Bioética, 2010), ‘Aprender haciendo: paideia y phronesis en Aristóteles’ (Educaçao, 2011), ‘La ciencia al límite’ (Investigación y Ciencia, 2012). Ha impartido clases y conferencias en muchas universidades españolas y extrajeras. Incluso ha escrito una deliciosa novela histórica: El testamento de Aristóteles. Memorias desde el exilio. Todo ello, y unas cuantas cosas más que quedan por reseñar, lo ha hecho con sencillez y humildad, pasando desapercibido para muchos de nosotros.

— Aún hoy, en la era de la ciencia, vivimos rodeados de pseudociencias, como la astrología, la homeopatía o el creacionismo, que proclaman supercherías que se repiten y venden como ciertas. ¿Qué diferencia la ciencia de la pseudociencia? De otra manera, ¿cuáles son las razones que a la mayoría, cuando enfermamos, nos hacen a ir al médico en vez de al curandero? 

— La diferencia es sobre todo de carácter moral, de actitud. La ciencia requiere una actitud de honradez y de humildad intelectual, de reconocimiento de los propios límites. Las pseudociencias carecen de todo esto. Hay un papiro del antiguo Egipto en el que los médicos reconocen que no pueden hacer nada frente a una fractura de vértebras. Es un papiro sobre traumatología, de gran cientificidad. En cambio, los vendedores de crecepelo, por la misma época, presentaban sus pócimas como infalibles.

— La imagen que generalmente se tiene de la ciencia es la de un conocimiento racional por antonomasia. De esta manera, la ciencia se nos presenta como el paradigma de la racionalidad. Esta imagen de la ciencia, a partir de los años sesenta del siglo pasado, ha sido rechazada por diversos historiadores, sociólogos y filósofos de la ciencia, al entender que cuando los científicos tienen que elegir entre teorías científicas alternativas no lo hacen en función de factores internos, como las características de las teorías, sino en función de factores externos, como sus intereses. Usted, en su libro ‘Hacia una Filosofía de la Ciencia’ amplia viene a decir –espero no malinterpretarle– que es perfectamente compatible la presencia e intervención de factores externos en la elección de teorías, paradigmas o programas de investigación con un estudio filosófico y valorativo de la ciencia desde el punto de vista de la racionalidad, a condición de que se reforme de manera profunda esa noción de racionalidad reducida a un algoritmo que hemos recibido de la explicación tradicional de la ciencia. Pues bien, lo que quiero saber es cómo considera usted que ha de entenderse la racionalidad para que a la hora de la elección entre teorías, a pesar de entrar en juego factores de carácter psíquico o social, sea posible elegir de manera racional.

— En la elección de teorías influyen los factores llamados internos, como por ejemplo la coherencia o la precisión predictiva. Preferimos una teoría coherente a una que no lo sea, es obvio, preferimos las teorías que predicen mejor. Pero también influyen factores llamados externos, valoraciones estéticas, por ejemplo, sobre la elegancia o simplicidad, factores sociales o emocionales o intuitivos. Esto no hace que la ciencia sea irracional. Nos obliga, más bien, a revisar nuestra idea de racionalidad. Necesitamos una idea de racionalidad integradora. Nuestra razón funciona como integración de todos estos factores. En griego razón se dice logos. Es una palabra relacionada con ligar, unir, integrar. Somos racionales cuando todos esos factores, internos y externos, se integran y equilibran en armonía. La razón humana como una buena salsa, cuando todo está equilibrado funciona bien. Los cocineros dicen que han logrado que la salsa ligue. En filosofía de la ciencia hemos cocinado mal la razón durante mucho tiempo. Le hemos puesto solo ingredientes lógicos y empíricos. Le faltaba la sal y el picante. Ahora sabemos hay que poner también emociones, intereses, intuiciones, tradiciones, valores estéticos, morales… El mole mexicano es una salsa excelente, ¡y los indígenas la hacen con más de treinta ingredientes! Eso sí, para ligarlos bien se requiere mucha sabiduría y trabajo.

— Thomas Kuhn, como usted bien sabe, fue uno de esos filósofos de la ciencia –aunque no el primero pero sí el más importante– que atacó la explicación racional del cambio científico y que dio origen a una nueva imagen de la ciencia, así como a una nueva forma de hacer filosofía de la ciencia. ¿Actualmente, qué importancia tiene Thomas Kuhn en la filosofía de la ciencia? ¿Ve viable hacer hoy, como viene haciendo Mario Bunge, filosofía de la ciencia sin referirse a Khun?

— Thomas Kuhn y Karl Popper fueron los filósofos de la ciencia más importantes del pasado siglo. No se puede hacer filosofía de la ciencia sin tenerlos en cuenta. Y si se hace, resultará necesariamente anacrónica y parcial. Hay una vieja obsesión, que viene ya de la antigüedad, por buscar métodos científicos que aporten certeza. Tanto Kuhn como Popper, cada uno a su modo, se dieron cuenta de que la ciencia no puede aspirar a la certeza plena. A partir de ahí la filosofía de la ciencia cambia drásticamente. Se puede decir que después de Kuhn y de Popper la filosofía de la ciencia se acerca más a la propia ciencia, a esa actitud de humildad intelectual y de reconocimiento de límites que es propia de la ciencia. Por eso, a mí, la obra de Bunge me parece de un valor muy estimable, en cierto modo incluso titánica, pero también algo anacrónica.

— Para algunos, como W. H. Newton-Smith, Kuhn es un no racionalista. ¿Diría usted que en la obra de Kuhn se pueden encontrar argumentos, razones, que justifiquen el relativismo o el irracionalismo?

— En filosofía pasa esto. Los grandes autores aportan mucha riqueza interpretativa. Kuhn puede ser interpretado, en efecto, como un relativista o un irracionalista. También Popper. Pero se puede hacer otra cosa. Se puede revisar la idea de razón, construir una idea de racionalidad más amplia e integradora. Si hacemos esto, ni Kuhn ni Popper serán vistos ya como relativistas o irracionalistas, sino como promotores de un cambio, de una ampliación, en nuestra idea de racionalidad. Yo prefiero leerlos así.

 — ¿Se podría decir que el debate sobre la racionalidad de la ciencia es el gran debate de la filosofía de la ciencia?

— Si, sin duda, junto con el debate sobre el realismo científico. Es importante saber en qué medida la ciencia es una empresa racional, tanto desde el punto de vista teórico como práctico. Y es importante saber en qué medida nos aproxima a la realidad. Son las dos cuestiones clave.

— Sin duda alguna la verdad de la ciencia es un valor epistémico. Pero, ¿es acaso también un valor moral?  

— Sí. Una antigua tradición filosófica, que viene al menos de Platón, vincula íntimamente la verdad, la bondad y la belleza. Yo también creo que son aspectos inseparables de la realidad y que debemos buscarlos conjuntamente.

¿Qué le parece eso que dice el científico norteamericano Richar Feyman de que la filosofía de la ciencia es tan útil para la ciencia como la ornitología para los pájaros?

— Podemos recordarle a Feyman que varios premios Nobel han agradecido las enseñanzas de filósofos como Popper o Kuhn. La filosofía de la ciencia de estos autores y de otros muchos es muy útil para la ciencia. Yo con frecuencia doy clases o conferencias en foros científicos, y puedo asegurar que la filosofía de la ciencia es bienvenida en los mismos. A menudo los filósofos de la ciencia trabajamos en proyectos de investigación codo con codo con científicos o tecnólogos. Ahora bien, no le falta algo de razón a Feyman. Hay un tipo de filosofía de la ciencia, la de raíz neopositivista, que está cerrada sobre sí misma, que carece de interés para los científicos y para la sociedad.

— En cuanto a la historia de la ciencia, pues usted ha sido profesor de Historia de la Ciencia, de todos es sabido que el conocimiento científico ha tenido problemas con la religión. La condena de Galileo por parte de la Iglesia Católica es lo más conocido. Se conoce menos que Descartes tomó sus cautelas y que Darwin se las tuvo que ver con la Iglesia Anglicana, y menos aún se conoce que Newton también tuvo miedo. Sin embargo, un historiador de la ciencia, como Pierre Duhem, sobre el que usted también ha escrito un libro, considera que el cristianismo fue un factor positivo central para el nacimiento de la ciencia moderna. ¿Qué le parece esta consideración de Pierre Duhem?

— La ciencia y la religión, como el arte o el derecho, son altas expresiones del espíritu humano. Como ha dicho recientemente el prestigioso biólogo de la Universidad de California Francisco Ayala, no tienen por qué entrar en conflicto. Ambas son ventanas a través de las cuales miramos el mundo. Ofrecen visiones diferentes del mismo mundo, visiones que pueden ser complementarias. La realidad es muy rica, sería absurdo prescindir de cualquiera de las ventanas que nos permiten asomarnos a ella. En algunos momentos de la historia, como dice Duhem, un cierto sustrato religioso ha facilitado el desarrollo de la ciencia. Pero hay que reconocer que las relaciones entre ciencia y religión son y han sido complejas. No se puede simplificar. La idea simplona y estereotípica de que son fuerzas opuestas es falsa. Es parte de una historiografía positivista por suerte ya superada. La religión es un fenómeno histórico y contemporáneo, está enraizada en la naturaleza humana y hemos de hacerla compatible tanto con la filosofía como con la ciencia. De hecho, la religiosidad, en esta etapa postmoderna de la historia, está en crecimiento en todo el mundo, salvo en Europa, que es a este respecto una extraña excepción (es tentador poner este fenómeno en paralelo con el crecimiento económico, que se está dando en todo el mundo, menos en Europa). Ahora bien, como decía, las relaciones entre ciencia, filosofía, religión, arte, derecho… no son, no serán nunca sencillas, siempre oscilarán entre la colaboración y la tensión. Es obvio que históricamente ha habido de todo, momentos de mayor colaboración y otros de mayor tensión. Y muchas veces las tensiones entre ciencia y religión se han producido –y cito de nuevo a Ayala– más por conflictos políticos que puramente epistémicos. En resumen, desde la filosofía el mensaje debería ser claro: hemos de trabajar por la compatibilidad y colaboración entre las distintas expresiones del espíritu humano; y hemos de evitar la mutua hostilidad y el empobrecimiento que supondría la eliminación de alguna de ellas.

— Desde hace dos décadas se viene hablando mucho de la ética ambiental. ¿Podría –si no es abusar– esbozarnos brevemente las líneas de pensamiento más importantes de esta disciplina?

— Se puede esquematizar diciendo que hay éticas ambientales más o menos antropocéntricas. Las más antropocéntricas niegan valor inherente a todos los seres naturales no humanos. El único valor de la naturaleza sería instrumental, al servicio del ser humano. Después están las éticas ambientales humanistas, como la de Hans Jonas. Para estas, los seres naturales sí tienen valor intrínseco, por sí mismos, al margen de que nos sirvan o no a los humanos. Ahora bien, para los humanistas, los miembros de la familia humana tenemos un valor superior a cualquier otro ser natural. Hay también éticas ambientales que ponen el acento en lo social, como el ecofeminismo. Para estas, los problemas ambientales siempre tienen raíces sociales. Se arreglarán en la medida en que nuestras sociedades sean más justas. Y, finalmente, al otro lado del espectro tendríamos las éticas ambientales más anti-antropocéntricas. Para estas, el ser humano no tiene más valor que cualquier otro habitante de la bioesfera. El valor de los seres dependería de su capacidad de sufrimiento, del mero hecho de ser vivientes o de su función ecosistémica. Si se me pide opinión, yo me situaría en la franja humanista. Creo que todos los seres tienen valor propio, y que los seres humanos tienen un valor superior al resto.

— Aristóteles. Es difícil que no aparezca este filósofo en cualquiera de sus escritos. Ciertamente, debe conocer muy bien su pensamiento. En su artículo, relativamente reciente, ‘Aprender haciendo: paideia y phronesis en Aristóteles’, afirma que “la modernidad se edificó en gran medida contra una cierta interpretación de la tradición aristotélica, especialmente contra la visión teleológica del mundo y de la vida humana”. Bueno, pues ahora que se ha visto que la modernidad ha fracasado y que ese fracaso nos ha llevado a un cierto nihilismo, ¿cree que en la filosofía de Aristóteles se puede encontrar aquello que permita acometer con solvencia los desafíos de la postmodernidad?

— Sí, esto es exactamente lo que propongo en mi último libro, ‘Postmodern Aristotle’ (Cambridge Scholars Publishing, Newcastle, 2012). Desde mi punto de vista, la modernidad no ha fracasado de modo completo. Hay aspectos de la misma que habrá que evitar, como por ejemplo la deriva nihilista. Pero hay muchos otros que han de ser salvados y conservados, como sostiene el filósofo alemán Jürgen Habermas. Con todo, ya no somos modernos. Por ejemplo, no compartimos con los modernos la obsesión por la certeza. Hoy día nos toca más bien gestionar la incertidumbre. Otro ejemplo: la modernidad buscó por encima de todo la autonomía. Pero la autonomía moderna llevada al exceso se ha vuelto patológica en algunos campos. Nuestra tarea ahora consiste en compensar estos excesos. Hoy hablamos de interdisciplinariedad, de inteligencia emocional, de solidaridad frente al individualismo exacerbado, de compatibilidad entre la familia y el trabajo, de integridad del sujeto frente a la modularidad esquizoide, de integración supranacional frente a la autarquía de las naciones… En cada uno de estos puntos hemos reconocido un exceso de autonomía y queremos compensarlo. Es una tarea postmoderna. En resumen, tenemos que construir una postmodernidad sensata, con muchos mimbres modernos, otros pre-modernos y otros estrictamente actuales. Tengo la convicción de que la tradición aristotélica nos resultará de gran ayuda en esta tarea, pues siempre ha sido una tradición integradora.

— Su interés por Aristóteles le llevó incluso a escribir sobre él una novela histórica: ‘El testamento de Aristóteles. Memorias desde el exilio’. Le pregunto: ¿cómo ha de considerarse esta novela, como un tratado filosófico o como una obra literaria?

— En mi intención es una obra literaria, una simple novela. Se novelan muchos ámbitos de la vida, por ejemplo el crimen, el amor, la magia, los viajes… ¿Por qué no hacer literatura también a partir de la vida de un filósofo? Además, la de Aristóteles fue una vida ajetreada y apasionante, no exenta de viajes, intrigas políticas, lances amorosos y una forma muy peculiar de contemplación de la realidad. Aristóteles fue un gran biólogo y un gran filósofo, pero también fue una especie de espía de los reyes macedonios en Atenas. Fue amigo y maestro de Alejandro Magno, y más tarde enemigo del mismo… Mi aportación aquí no tiene mucho mérito, era solo cuestión de rescatar la novela que hay en la vida de Aristóteles.

— Respecto a la filosofía en general, constato –pues tengo la manía  de preguntar– que el hombre de la calle, a pesar de haberla estudiado durante los dos años del Bachillerato, no sabe decir lo que es, ni siquiera es capaz de ofrecer una idea medianamente aproximada, y que casi siempre remata con que era un rollo y que no le ha servido para nada. En cambio, valora mucho las ingenierías, la medicina, las matemáticas, incluso el arte. Cuando hace años, fue optativa la asignatura de la historia de la filosofía en segundo de Bachillerato, eran pocos los alumnos que la elegían. Y ahora que en la selectividad los alumnos pueden elegir examinarse entre historia e historia de la filosofía, la mayoría se decanta por la primera. Además, las facultades de filosofía se vacían, cada vez cuentan con menos alumnos. Con todo ello, ¿se puede decir que en estos momentos la filosofía está en decadencia?

— En mi facultad durante años se perdieron alumnos en la titulación de Filosofía. Pero esto era un fenómeno común a todas las disciplinas humanísticas y científicas. Los universitarios preferían disciplinas médicas, ingenieriles o relacionadas con los negocios. Pero la crisis económica, curiosamente, ha invertido la tendencia. En los últimos años ha crecido el número de alumnos que cursan filosofía. Y son también muchos los que se acercan a la filosofía ya desde la madurez, como una segunda titulación, o incluso después de la jubilación. Tenemos alumnos de todas las edades. No es una titulación masiva, claro, pero tampoco está en riesgo de extinción.

— Por último, dos preguntas relacionadas con la enseñanza, con la enseñanza de la filosofía. Una, ¿Cómo valora el hecho de que, en la última reforma educativa, la asignatura de la historia de la filosofía haya sido relegada en el curso de segundo de Bachillerato de asignatura obligatoria en todas las modalidades a asignatura optativa? Otra, puesto que usted ha sido también profesor de Bachillerato, ¿cree que en los Institutos se está enseñando bien la filosofía a los chicos?

— Empezando por lo segundo: hay materias, como la filosofía o las matemáticas que dejan en nosotros un recuerdo grato o ingrato en función del profesor que nos tocó en suerte. Yo tuve magníficos profesores. Les estoy muy agradecido. Y no dudo de que ahora también hay excelentes profesores de filosofía. Por encima de los programas, los recursos didácticos y toda esa parafernalia, es el profesor el que determina que la materia resulte interesante y provechosa o lo contrario. Y esto me lleva a la primera parte de la pregunta, que tiene que ver con las circunstancias en que se imparte la filosofía en la enseñanza secundaria. Nunca han sido idóneas. El gobierno anterior quiso eliminar la filosofía de la enseñanza secundaria para hacerle sitio a una asignatura muy ideologizada, como era la Educación para la Ciudadanía (EpC). Nos movilizamos profesores y estudiantes de filosofía para evitarlo. Y en cierta medida lo conseguimos. Se salvó una parte del currículo filosófico. Otra parte, por desgracia, quedó vinculada a la EpC. Aceptar esta vinculación fue un error táctico por nuestra parte. Ahora, de nuevo, se pretende reducir la presencia de la filosofía en la enseñanza secundaria ya que el actual gobierno la percibe como vinculada a la EpC. Estamos otra vez movilizados. Ojalá podamos salvar los muebles. Para mí, es esencial salvar una secuencia de tres materias filosóficas, a saber, la ética de cuarto de la ESO, la filosofía de primero de bachillerato y la historia de la filosofía de segundo. A ver en qué acaba todo.

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